¿Y tantos libros, para qué?
La bibliofilia es un padecimiento progresivo y mortal, suele decir un amigo mío, librero de ocasión, cuya pasión libresca, arraigada fuertemente en la primera infancia, lo ha llevado al extremo de vivir de, por, para, con y, literalmente, entre sus libros.
Incapaz de dejar pasar una buena oferta, con la brújula dispuesta hacia el negocio, de colmillo largo y visión de lince, habituado a respirar el polvo de las librerías de viejo desde el momento en el que nació, utiliza su tiempo libre para visitar librerías, mercados de pulgas, subastas, bibliotecas públicas y particulares en busca de aquellos ejemplares que hacen falta en sus múltiples colecciones personales. Sus viajes nunca dejan pasar la visita a la biblioteca, librería o sección del museo dedicada a los libros.
Coleccionista de papel antiguo, papel de guardas, separadores de libros, ex libris, tarjetas de librerías, sellos de encuadernadores, colecciona también recortes de obras de arte, fotografías y dibujos siempre y cuando exista entre sus imágenes un libro retratado. Una de sus primeras bibliotecas fue, por supuesto, la de libros que hablan sobre libros. El bibliófilo coleccionista lleva consigo una acumulación desmesurada, bibliotecas de por lo menos cinco mil ejemplares, toneladas de papel que sólo sirven en su conjunto a él mismo. Una biblioteca personal es intransferible. Imposible de heredarse, tiene el fatal destino de la disgregación posterior a la muerte del que la conformó. Si la colección tiene la suerte de quedar resguardada como un legado público, sirve de retrato y santuario dedicado a su antiguo propietario.
Así son los libros. Los adoramos, los acumulamos y con el tiempo, las preguntas acerca de esta venerable afición acosan al propietario y a sus cercanos: tanto dinero invertido, tanto tiempo ocupado, tanto espacio destinado a papeles y papeles que a veces se abren solamente una vez durante toda una vida. Un libro es un libro. Poderoso por definición, múltiple y único, una colección de libros en torno a un tema, un autor, potencia su poder individual. Cómo se envidian esas pequeñas colecciones dispuestas con amoroso orden.
Recuerdo, por poner los primeros ejemplos que me surgen en la cabeza, la colección de primeras ediciones de Octavio Paz pertenecientes al impresor y editor Juan Pascoe, con todo y la edición de 1979 de Hijos del aire, impresa con tipos móviles por él mismo en su prensa del siglo XIX; la colección de mujeres poetas de Alí Chumacero "las pongo separadas para que no se les pegue lo tarugo” nos contó en una entrevista que le hicimos Jorge Navarijo, José Luis Lugo y yo en 1996. La colección impecable de Miguel Covarrubias del editor Ramón Reverté, todos los ejemplares con sus camisas originales, impecables y forradas con amorosa devoción y mylar libre de ácido; recuerdo también la colección de diccionarios del traductor Gregory Dechant, ocupaba casi la mitad de su pequeño departamento en la colonia Cuauhtémoc. Las colecciones, esos pequeños oasis en el cúmulo de ejemplares, son tesoros completos o casi; la biblioteca, en cambio, nunca está terminada. ¿Y qué hará con su biblioteca cuándo se muera? Pregunta dolorosa, empeñosa y necia que suele hacerse a los acumuladores de libros, que se hace un bibliómano a él mismo. “Regalar una biblioteca es como regalar un tigre: nadie sabe qué hacer con ella” nos dijo José Luis Martínez cuando visitamos su biblioteca; no sabía entonces cuál sería su feliz destino. “Yo soy a la idea de que los libros deben regresar al mercado. Mis sobrinas son mis únicas herederas, podrán vender esos libros porque a cada uno le he puesto su precio en dólares al momento de adquirirlo” nos confesó Felipe Solís; tenía un departamento destinado exclusivamente a sus libros de arqueología.
La falta de espacio, la necesidad económica, la presión de los cercanos, la religión, el amor, la guerra, la mudanza, también son motivos de disgregación. “Mis hijos dicen que less is more”, se lamentaba un doctor obligado a dejar su enorme casa de las Lomas por un pequeño departamento mientras vendía su biblioteca. “Quise donarlos a la biblioteca de mi facultad, pero fue imposible” me dijo con ojos llorosos una investigadora de la UNAM antes de ofrecerme siete mil ejemplares a un precio bajísimo. El que gusta de comprar libros sabe que son objetos caros, después del desembolso, entran a las casas en lugar privilegiado, se disfrutan, se desquita el gasto; en cambio salen y se pierden de manera dudosa:
¿Pero dónde dejé ese libro?, terminan regalándose: Sabía que él-ella lo iba a apreciar tanto como yo o rematándose a precios risibles. Los libros de la biblioteca de Chucho Reyes fueron vendidos en un local obscuro dentro de un restaurante de la Zona Rosa, cada uno marcado con su ex libris de cuero y numerosas tripas (como suele llamarse en la jerga librera a los papeles que salen de los libros viejos). Cartas, notas personales, fotografías, dibujos, recortes de revistas y periódicos, salían volando de cada ejemplar que adquirimos.
Los precios de los restos de esta gran biblioteca fueron puestos según su tamaño: grandes, caros; medianos, de medio costo; chicos, baratos. Guillermo Tovar de Teresa contó cómo rescató los libros de la biblioteca de Agustín Marcos Orortiz de una casa desvencijada en la colonia Roma después del terremoto del 85.
“Los pagamos entre tres personas, el resto se los di al librero Ubaldo López para que los vendiera”, dijo en entrevista. Un libro junto a otro libro junto a otro libro.
“Qué bonita es tu casa, llena de libros”. “Quiero una biblioteca así que adorne mi sala”. “Éste es el mejor muro: allí mandaré hacer un gran librero”. Los libros conviven, se retroalimentan, se empalman uno con otro: visten. Exponen sus lomos coloridos de letras. No faltan las bibliotecas huecas: “Véndame diez metros lineales de libros rojos”, “No importa el contenido, los encuadernaré en cuero con mis iniciales en el lomo, grabadas”. Los libros acumulados son motivo de presunción y orgullo, pero también son estética. No es casual que en las últimas ferias de arte contemporáneo haya más de un artista que ocupe libros viejos por su belleza.
¡Ay, los libros! Cada vez más devaluados. Más vale en vez de tirarlos, convertirlos en piezas decorativas: esculturas, muebles, túneles, torres de babel, paisajes borgianos, arte contemporáneo. Hay quien decide ordenar su biblioteca por colores o con algún modo caprichoso que responde a una composición visual. Martha Elion acomodó el entrepaño superior de su biblioteca en pequeñas torres dispuestas con un acomodo geométrico y angulado. Hermoso. Quién no suspira después de reacomodar el librero personal, sacudir el polvo a los ejemplares, disponer de nueva forma los objetos que cariñosos se acomodan junto a los libros unas veces para sostenerlos, otras solamente para acompañarlos. La lectura de los lomos formados ofrece una posibilidad más de creación estética y libresca.
Lo invito, lector, a formar un poema aleatorio con los títulos en los lomos de su sección favorita del librero. Sin duda, el mejor contenedor de la biblioteca es el librero, pero a veces los libros se extienden hacia otros rincones de la casa. “¡Cuidado con las pilas de libros! Están en perfecto equilibrio, si se caen, sería una tragedia”. “Haz a un lado los libros y comemos”. Una vez compré una buena biblioteca de libros antiguos de música que estaba bien acomodada debajo de una cama; nunca falta un bonche de libros a un lado del excusado. La relación y el acomodo de un libro después de otro responde al espacio, pero también a las historias personales. Hay quien no puede separar dos libros que se compraron el mismo día: "Me recuerdan la tarde en la que conocí a M", o los de un mismo viaje:
"Todos éstos los compre en Alcorcón. Fue una ganga". A veces las editoriales ofrecen motivos de acomodo: en más de una biblioteca he visto reunidos los Breviarios del Fondo de Cultura Económica, los Crisoles de Aguilar e incluso todos los publicados por Siglo XXI en ese pequeño formato de un cuarto de oficio. ¿Cómo arreglar la biblioteca? A veces la solución responde a ideas prácticas:
"Todos estos los ocupo para preparar mis clases". Hay quien se puede mandar hacer lujosos libreros de maderas exóticas, sofisticados diseños de reconocidos diseñadores o arquitectos. Casas enteras para los libros. El arquitecto Isaac Broid, diseñó una casa-librero que en vez de sostenerse con los usuales procedimientos de ingeniería, se vale de los libros para conformar la base estructural. Ojalá se construyera. Para mí, los mejores libreros son de madera, ocupan la totalidad de un muro de piso a techo, son de entrepaños pequeños a lo largo (en los espacios largos los libros tienden a caerse hacia un lado, lastimando sus puntas), a lo ancho (los libreros profundos provocan acomodos en dos pisos) y a lo alto, para no desperdiciar espacio. ¿Y ya los leíste todos? Ante la pregunta ingenua, respuesta obvia: no todos los libros son para leerse. Bastan unas cuántas multiplicaciones para saber que hay más libros que vida: cincuenta y dos semanas al año (si suponemos que leemos en promedio un libro por semana) por sesenta años de vida (si suponemos una vida media lectora) es igual a tres mil ciento veinte libros en una vida. Apenas una biblioteca de mediano tamaño. Tal vez espacio y tiempo es lo que más se echa de menos cuando de la biblioteca se trata.
Bien dice aquella frase usual en los separadores que regalan las librerías: tantos libros y tan poco el tiempo.